“...Trataba de encontrar el origen del mal (...) ¿O es que no existe
en absoluto?(...) ¿Es que, acaso, era
mala la materia de donde sacó Dios el universo? ¿Al darle forma y ordenarla
dejó algo en ella que no convirtiera en bien? ¿Y por qué esto? ¿Acaso Dios no
tenía poder para transformarla y
cambiarla toda de modo que no quedase en ella rastro de mal? ¿No es acaso omnipotente?Pero yo, que afirmaba y creía firmemente que tú,
Señor nuestro y Dios verdadero, hiciste nuestras almas y nuestros cuerpos (...)
y también todos los seres y todas las cosas; yo que creía que estabas libre de
corrupción, de mutación y de toda clase de cambio, todavía no tenía una clara explicación
del mal. Los maniqueos preferían pensar que tu sustancia era capaz de padecer
el mal antes que hacer a la suya capaz de cometerlo.
Una vez que hube comprendido que lo incorruptible es
mejor que lo corruptible, traté de rastrear las demás cosas, reconociendo que,
fueses lo que fueses, tú eres incorruptible. Nadie ha podido concebir ni
concebirá jamás cosa mejor que tú, que eres el sumo y perfectísimo bien. Si
pues – como yo creía ahora – no puede haber duda de que lo incorruptible es
preferible a lo corruptible, lógicamente tú eras incorruptible. De lo
contrario, yo podría pensar en algo mejor que mi Dios.
(...) Él es Dios y no puede querer para mí más de lo
que es bueno, siendo Él el mismo bien, mientras que la corrupción no es ningún
bien. Pero ¿a qué vienen tantas palabras para probar que esa
sustancia que es Dios no es corruptible, pues, de serlo, ya no sería Dios?
(...) Volví los ojos a las otras cosas que están
debajo de ti, y hallé que ni del todo son, ni del todo dejan de ser. Existen, porque
proceden de ti. Pero no tienen existencia en cuanto no son lo que tú eres. Sólo
lo que permanece inmutable existe de verdad.
“Mi bien es permanecer unido a Dios” ( Sal. 73, 28
), porque si no estoy en él, tampoco podré estar en mí. Pero Dios, permaneciendo
en “sí mismo, renueva todas las cosas” ( Sb. 7, 27 ). “Tú eres mi Señor, porque
no necesitas de mis bienes” ( Sal. 16, 2 ).
Llegué a entender también que las cosas corruptibles
son buenas. Si fuesen totalmente buenas no serían corruptibles y, si no fueran
buenas, tampoco se corromperían. (...) Porque la corrupción daña y no dañaría
si no disminuyese algún bien. Por consiguiente, o la corrupción no daña – lo
que no es posible – o todas las cosas, cuando se corrompen, son privadas de
algún bien – cosa que es totalmente cierta.
Y si estuvieran privadas de todo bien, ya no
existirían. (...) Mientras existen son buenas. Y, por tanto, todo lo que
existe, es bueno. Y el mal – cuyo origen trataba yo de encontrar – no es una
sustancia, porque si lo fuera, sería un bien. Pues, o sería una sustancia
incorruptible – y, por tanto, un gran bien – o una sustancia corruptible – que,
de no ser buena, tampoco podría ser corruptible.
De esta manera vi y claramente conocí que todo lo
que has hecho es bueno y que no existe sustancia alguna que tú no hayas hecho
buena.
No hay mal absoluto para ti, y no solamente para ti,
sino para el conjunto de tu creación. Nada hay fuera de ella, que irrumpa y
corrompa el orden que tú le impusiste. Sucede, que, en algunas partes de tu
creación, hay cosas que nosotros creemos malas porque no convienen a otros.
Pero como estas normas concuerdan con otras, son también buenas. Ciertamente,
en sí mismas, son también buenas.
(...) Siendo esto así, yo ya no deseaba un mundo
mejor, pues pensaba en el conjunto de la creación. Y a la luz de un juicio más
claro, llegué a ver, aunque las cosas superiores son mejores que las
inferiores, la suma de toda la creación era mejor que las superiores solas.
Pero una vez más volvía a preguntarme: “¿Quién me ha
hecho a mí? ¿No me ha hecho mi Dios, que no sólo es bueno, sino la misma
bondad? ¿pues de dónde me vino a mí el querer el mal y no querer el bien? (...)
¿Quién puso esta voluntad dentro de mí? (...) Y si la puso el demonio, ¿Quién
hizo al mismo? Puse atención especial en comprender lo que había
oído, a saber: que obramos el mal porque lo elegimos por nuestra libre
voluntad, y que lo padecemos porque tu justicia así lo demanda rectamente.
(...) Y puesto que yo te concebía como un Dios justo, inmediatamente admitía
que tus castigos no eran injustos. Por propia experiencia supe también que no hay nada
extraño en que un hombre encuentre el pan agradable cuando está sano, mientras
que es un tormento al paladar del enfermo, y que la luz sea odiosa a los ojos
enfermos y grata a los sanos, De la misma manera, los malvados encuentran
desagradable tu justicia, mucho más que la víbora y el gusano, que tú creaste
buenos y apropiados al orden inferior de la creación. Y así, los mismos
malvados se acercan a este orden inferior, cuánto más distintos son de ti. Por
el contrario, tanto más se acercan al orden superior cuanto más se asemejen a
ti.
Y cuando me pregunté que era el mal, vi que no era
una sustancia, sino la perversión de la voluntad cuando se aparta de ti, ¡oh
Dios!, que eres la sustancia suprema y se desvía hacia las cosas de orden
inferior, despojándose de su interior e hinchándose por de fuera con
presunción.
(...) En vano mi hombre interior se deleitaba
en tu ley, “pues había otra ley en mis miembros que luchaba contra la ley de mi
razón y me esclavizaba a la ley del pecado” ( Rm. 7, 22-23 ). Porque la ley del
pecado es la fuerza de la costumbre, por lo
que nuestro yo es arrastrado y encadenado incluso contra su voluntad,
precisamente por haber caído en ella voluntariamente. “Pobre de mí, ¿quién me
librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? Nadie más que la gracia de
Dios, por Jesucristo nuestro Señor?” ( Rm. 7, 24-25 ).
(...) Esto mismo tiene lugar cuando la parte
superior de nuestra alma suspira por la eternidad, mientras que nuestra parte
inferior es retenida fuertemente por el deseo de los bienes temporales. Es la
misma alma la que quiere las dos cosas, pero no las quiere con toda la fuerza
dela voluntad. Por eso se despedaza con gran dolor, teniendo por mejor lo de
allá por la verdad, sin dejar lo de acá por serle familiar.
(...) Tú, en cambio, Dios uno y bueno, jamás dejaste
de hacer bien. Por tu gracia, algunas de nuestras obras son buenas, pero no
eternas. Esperamos descansar en tu gran santidad, una vez
realizadas. Tú, Bien, que no necesitas de ningún otro bien, siempre estás
descansando, porque tú mismo eres tu descanso.
Y ¿qué hombre podrá explicar esto a otro hombre?
¿Qué ángel a otro ángel? ¿Qué ángel a un hombre? A ti se ha de pedir, en ti se
ha de buscar, a tu puerta se ha de llamar. Sólo así se recibirá, así se
hallará, así se abrirá la puerta...”
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