Decir que la juventud está despolitizada, es desear que lo esté y trabajar para que se despolitice cada vez más. El hecho de que la gente joven se interese menos directamente en el combate político sirve de coartada para apartarla más aún de él. Hay dos maneras de hacerlo.
La primera pone de relieve la propaganda: consiste en presentar incansablemente, mientras se simula aflicción, la imagen de una juventud desencantada, cínica, políticamente inútil e ineficaz. En ese espejo pintado que se le tiende, el joven cree finalmente reconocerse. Se dice: “Si todos los otros son así, sin duda yo también lo soy”. Es una propaganda notablemente bien hecha.
El segundo método es una mistificación que se apoya en una maniobra económica. Se ha querido hacer de la juventud una clase de consumidores.
Se logra con todo mantener la ilusión de la libertad permitiendo a los jóvenes romper algunos sillones y vociferar en las salas de concierto. Ellos tienen la impresión de hacer una revolución. En realidad, se los está engañando.
La juventud es una lucha. No se trata de decir a los jóvenes: “Está muy mal ser despolitizado” sino de decirles: “ustedes son políticos a pesar de ustedes mismos. Su actitud política, hoy, es justamente la despolitización, esa dimisión que permite a una minoría de “adultos” hacer contra ustedes la política que ellos quieren y que ustedes no quieren. No se trata para ustedes, de “entrar en la arena” – ya están en ella, hagan lo que hagan -, sino de decir y de hacer lo que ustedes realmente quieren.
La despolitización no es pues una cuestión de hecho; es el resultado de una lucha que llevan a cabo el Estado, la gran industria y el comercio con sus aparatos de propaganda y de difusión.
La información debe abrirse sobre la acción, pues lo contrario contribuye a la despolitización. Hay que devolver a la gente el sentimiento de que la acción es posible, hacerles comprender que pueden luchar a su nivel, contra el sistema de distribución, contra el alzamiento de precios abusivos, contra la intoxicación de la propaganda oficial, etc.
Los estudiantes, apenas empiezan a trabajar, constatan que la enseñanza acordada tiene como finalidad exclusiva las formas empleadas en función de las exigencias de la industria privada y, por otra parte, que bajo su forma actual ni siquiera es capaz de cumplir esa función.
Es en los estudios literarios, evidentemente- filosofía, sociología, sicología, historia, literatura-, donde esa contradicción es más evidente. Un futuro ingeniero agrónomo, un futuro matemático podrían, quizá, en la sociedad llamada “de consumo”, detentar un cierto poder al precio de su total alienación.
Pero al mismo tiempo, la mayoría rechaza la vida que le ha sido prefabricada: alienados, cómplices del patronato, se exige de ellos que hagan, hasta su jubilación, de empleados o vigilantes de empleados, ¡eso no! No quieren saber nada de ese hermoso destino.
Han comprendido la lucha que se ha trabado desde el primer año del secundario entre los sargentos reclutadores de empleados y ellos mismos, los chicos, que quieren servir a una sociedad – no ésta – y rechazan la selección que se opera sobre ellos, sin cesar para presentar, al fin de los estudios, ante el reclutador, el número exacto de reclutados que él exige. Marx dijo: “Nosotros no queremos comprender el mundo sino cambiarlo”. Claro que para cambiarlo hay que comprenderlo.
Imposible ser más claro: la Universidad tiene por oficio formar personas competentes. Por lo tanto es seleccionista y sus profesionales son establecidos en función de la industria privada.
La alienación del empleado es total, mucho más grande aún que la del obrero. El obrero sabe que él es explotado, alienado. El empleado no lo sabe. Es un hombre que ha sido formado para ser un engranaje de la sociedad llamada “de consumo”, al que se paga a veces bien pero que no tiene ningún poder sobre su destino, y que tiembla a partir de los cuarenta y cinco años sabiendo muy bien que corre el riesgo de ser echado al tacho de basura.
Plantear en principio que el papel de la Universidad es fabricar especialistas es aceptar, el poder, el orden establecido, sean los de Stalin, la General Motors o de Gaulle. Hay que proceder a la inversa: destruir la idea de selección desde las guarderías y organizar una enseñanza que ofrezca a todos los niños las mismas oportunidades de instruirse, de cultivarse, de convertirse en hombres libres, dejando a cada uno, por supuesto, el derecho de especializarse en función de sus gustos y de sus talentos.
En el sistema actual algunos triunfarán – tantos cómo haga falta para hacer funcionar la máquina económica, no más – y los otros serán desechados a lo largo del camino. Los que tendrán: “A” o “B” conseguirán los puestos, los otros se convertirán en un proletariado intelectual de “frustrados”. Y serán siempre los profesores, a fin de año o en el curso del año, poco importa, quienes operarán esa selección despiadada.
Se trata de desanimar a todos los estudiantes de los cuales nuestra sociedad industrial no tiene necesidad, es decir en quienes la cultura no sería económicamente “rentable”.
Si actualmente fuera profesor de Filosofía explicaría que son jóvenes entrampados que rechazan una enseñanza concebida para hacer de ellos hombres sojuzgados en función de monopolios capitalistas, cuyas exigencias, presentadas en el anonimato, a nivel de la región o de la nación, no aparecerán más como intereses privados sino como la dictadura de la racionalidad.
Yo he participado, el otro día, en la Ciudad Universitaria, en un debate entre estudiantes sobre las transformaciones posibles de la Universidad. Se manifestaron dos puntos de vista. Unos decían: “Hay que pelear para imponer una “universidad crítica” auto-dirigida, en el cual el vínculo docente – estudiante y el vínculo de todos con la cultura serán fundamentalmente transformados.
En el caso de estudios de medicina, por ejemplo – algunos grupos de estudiantes preparan ya proyectos precisos -, no se tratará solamente de asimilar algunos conocimientos, sino de plantear al mismo tiempo el problema de la relación médico – enfermo, de los vínculos entre los médicos entre sí y finalmente, del papel de la medicina en la sociedad.
Los estudiantes serán llevados a redefinir ellos mismos la profesión que han elegido, a decidir si el médico debe ser un técnico de un tipo particular que trabaja al servicio de una clase, o un hombre que pertenece a la masa y ha sido llamado por ella para curarla.
Lo mismo en las otras disciplinas: la adquisición del saber correrá siempre a la par con una reflexión crítica sobre la utilidad social de ese saber, tanto que la universidad ya no fabricará hombres “unidimensionales” – empleados administrativos dóciles, alienados del sistema burgués – sino hombres que habrán recobrado las dos dimensiones de la libertad: la inserción en la sociedad y la impugnación simultánea de esa sociedad.
A los que proponen este ideal universitario, otros les responden: “La Universidad crítica no es realizable. ¿Y qué Estado capitalista aceptará financiar una universidad cuyo fin confesado sería demostrar que la cultura es anticapitalista? Más que la Universidad crítica, hagamos la crítica de la Universidad. No la abandonemos, continuemos en ella haciendo una crítica vigorosa – del saber que allí se dispensa y de los métodos de enseñanza.
Las dos actitudes, en mi opinión, no son inconciliables. La posición que consiste en decir: “El gobierno no es un interlocutor válido; estamos decididos a negarnos a todo lo que él proponga”, me parece peligrosa, porque el gobierno puede decir entonces: “En esas condiciones, hago lo que quiero”. Vale más batirse para imponer reformas que corroerán un poco el edificio de la Universidad burguesa, que debilitarán el sistema entero, y servirse luego de eso como de un trampolín para pedir otra cosa.
Contrariamente a lo que se quiere hacer creer, los estudiantes no se rehúsan a que se les enseñe algo; piden simplemente el derecho de discutir lo que se les enseña, de asegurarse de que no se les hace perder su tiempo. El estudiante, hoy, es alguien a quién se ceba, como se ceba a los gansos, con un saber orientado que debe darle capacidades bien determinadas.
Y esa falsa cultura ni siquiera la recibe en el lujo y el ocio – muchos estudiantes llevan una vida muy difícil - sino en la angustia, porque nunca sabe si será implacablemente eliminado, al cabo de algunos años, por un proceso de selección destinado a no desprender de la masa nada más que una pequeña élite de ejecutivos.
Lo que reprocho a todos aquellos que han insultado a los estudiantes de mayo del 68, es no haber visto que ellos expresaban una reivindicación nueva: la de la soberanía. En la democracia, todos los hombres deben ser soberanos, es decir poder decidir, no solos y cada uno en su rincón sino juntos, sobre lo que hacen
Los estudiantes ya no quieren que su existencia depende el objeto que producen o de la función que llenan, sino decidir ellos mismos qué es lo que van a producir, que utilización se hará, que papel van a desempeñar en la sociedad...”
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