“...¿No será que de un modo general el sistema penal es la forma, en la que el poder como poder, se muestra del modo más manifiesto? Reducir a alguien a pan y agua, eso se nos enseñaba de pequeños. La prisión es el único lugar en el que el poder puede manifestarse de forma desnuda, en sus dimensiones más excesivas, y justificarse como poder moral. Meter a alguien en prisión, encerrarlo, privarlo de comida, de calefacción, impedirle salir, hacer el amor..., etc..., ahí está la manifestación del poder más delirante que se pueda imaginar. Su tiranía salvaje aparece entonces como dominación serena del Bien sobre el Mal, del orden sobre el desorden.
Pero hubo un
momento histórico en que se pasó del castigo físico a la vigilancia. El momento
en el que se ha percibido que era, para la economía del poder, más eficaz y
rentable vigilar que castigar. Mi hipótesis es que la prisión ha estado, desde
sus comienzos, ligada a un proyecto de transformación de los individuos. Desde
el principio, la prisión debía ser un instrumento tan perfeccionado como la
escuela, el cuartel o el hospital y actuar con precisión sobre los individuos.
El fracaso ha
sido inmediato y registrado casi al mismo tiempo que el proyecto mismo. Desde
1820 se constata que la prisión, lejos de transformar a los criminales en gente
honrada, no sirve más que para fabricar nuevos criminales o para hundirlos más
en la criminalidad. Entonces, como siempre, el mecanismo del poder ha realizado
una utilización estratégica de lo que era un inconveniente. La prisión fabrica
delincuentes, pero los delincuentes a fin de cuentas son útiles en el dominio
económico y en el dominio político. Los delincuentes sirven. Un ejemplo: todo el
mundo sabe que Napoleón III tomó el poder gracias a un grupo constituido, al
menos en los niveles más bajos, por delincuentes de derecho común.
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